Evoco momentos felices de mi niñez y siempre me llevan al mismo sitio, como un túnel en el tiempo me transporto otra vez a mi refugio, sus olores, sabores. Y el corazón empieza a latir…

Me recuerdo pequeña, al pasar Despeñaperros, con las ventanillas bajadas para sofocar las altas temperaturas de Agosto, en un tiempo en el que los aires acondicionados no estaban instalados en nuestra vida, pero el olor a los campos de olivos, jara y tomillo te embriagaban el viaje. Y a pesar del calor, la emoción iba en aumento, conforme dejábamos atrás un Madrid, a veces demasiado anónimo, donde siempre nos faltaba algo, porque no era ella.

En Málaga nos recibía el puerto y su olor a mar, a pesca, redes. Íbamos acercándonos a la otra orilla y la emoción cosquilleaba en nuestro estomago. Una larga fila de coches, furgonetas, camiones, cargados hasta los topes de colchones, maletas, muebles, fardos de ropa, mantas atadas y un sinfín de niños jugueteando alrededor, nos esperaba. Era el temido paso del Estrecho de los meses de verano, y multitud de marroquíes volvían desde los más recóndito de sus países de emigración para cruzar el Mediterráneo y, a través de Melilla, alcanzar Marruecos. Y supongo que en su interior compartíamos no sólo el camino sino también la misma emoción de volver a nuestra tierra. Miraba a aquellas niñas de largos pelos rojizos teñidos con henna, al igual que sus manos y pies y me sentía hermanada a ellas, y a sus pies descalzos.

Mientras , mi padre resoplaba ante el pesado embarque que se nos venía encima, un calvario a veces, que sobrellevaban gracias a la juventud y las ganas de llegar a Melilla, a nuestro origen. Y por supuesto a encontrarnos con ellos;  mis abuelos, mis bisabuelos, nuestros amigos, nuestros recuerdos.

Por medio de una larga escalinata,o al menos eso me parecía a mí, nos subíamos haciendo equilibrios con algún que otro bolso o maleta  hasta el barco. Que nos recibía cargado de olores fuertes, a gasoil, salitre, oxido y tuberías. Donde enseguida nos acomodábamos en el camarote para dejar todo el equipaje y salir a tomar aire a cubierta y disfrutar de la maniobra de salida. La pericia de los marineros, la potencia de la empujona, los gruesos cabos soltándose y al fin despegándonos de la tierra. Como en los sueños. Dejando todo atrás, los fríos del invierno, los deberes del colegio, las añoranzas de la familia, los problemas del trabajo…

Nada comparable a la brisa del mar azotando mi rostro, depurando mi alma, cautivando mis sentidos, oliendo a mar puro, bajo el cielo , compitiendo en azules con el mar. Colándose en mi memoria, de tal manera, que aún hoy, tantos años después vuelvo allí, y me siento libre y cautivada de nuevo.

Una travesía normalmente de ocho horas, en la que dormíamos para evitar el mareo, y en la que al llegar, un camarero nos golpeaba en la puerta, anunciando “puerto”, “puerto” y su voz nos estremecía, porque ya llegábamos, y salíamos corriendo a cubierta , a contemplar como se empezaba a ver su perfil irregular, y la alcazaba, nuestra Melilla La Vieja, nuestra playa, el club náutico, las altas grúas del puerto, y allí a lo lejos, muy pequeñitos estaban sus figuras diminutas, agitando sus manos al barco entero por si les veíamos. Mis abuelos, sus historias, sus abrazos, su cariño inmenso, su herencia de recuerdos.

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